¡Javier! (resúmen)
Aquestes línies en català
Prólogo
Un canto a la amistad relatado por un contable que recuerda cómo era su amigo. Con ayuda de una IA va descubriendo la trama que llevó a su empresa, Ángelus, a un puesto apetecible por políticos y narcotraficantes.
A través de situaciones irónicas -a veces sórdidas- Marcos va entendiendo que la IA creada por su amigo no es un homúnculo esperando controlar la humanidad, es sólo una programación algo complicada y revoltosa. Un artificio de pruebas y ajustes de sistemas informáticos que copia y modifica programas anteriores, pero no tiene inventiva ni noción de ética ni de la misma programación.
En los flashbacks, Marcos recuerda a dos niños que se reconocieron como amigos a los nueve años y prometieron defenderse: Javier, el informático soñador y Marcos, quien cuidaría de las cuentas de Ángelus y de su amigo.
Ángelus es el compendio de esa amistad, un ángel que guarda con sus alas esa promesa.
Martes y trece
—¡Jovencito… más respeto!, le sermoneaba a mi hijo.
Intentaba dar mi cara de serio jefe de familia. Pablo se estaba mofando, otra vez, de su madre. Aprovechaba esos momentos de celos por su hermano menor cuando ella le mimaba o le hacía sus gustos. Era su sana manera de sobrellevar los enojos de su madre, casi ignorándolos como si fueran solo desvaríos.
—¡Tiene fiebre!, no puede ir así al cole —casi gemía, Claudia.
Daniel se había levantado con unas décimas y monopolizaba toda la atención de su madre. Pablo miraba con fastidio el televisor y a su hermano.
—¡Claro!, vos te vas a la oficina y yo tengo que ocuparme de toda la casa, los peques, el cole, las compras… ¡Todo!
La discusión había comenzado la noche anterior. Dormimos abrazados. Quizás ambos pensábamos en las diferencias, prometiéndonos y más auto-promesas de no volver a discutirnos y el recuerdo de que aún estábamos enamorados y nos confiábamos.
Pablo volvía a mirarme y daba otro soplido teatral de fastidio, luego miró al techo balanceando la cabeza. Esta nueva generación era más ingobernable que la anterior. Esperaba no estar vivo para ver las futuras generaciones.
—¿Ya tenés la mochila con tus cosas para el cole? —pregunté a Pablo.
—Pues claro que la tiene —sentenció mi mujer— y los deberes y la ropa ¡Todo! Ya lo tengo que hacer yo ¿No?
Arami estaría refugiada en su cuarto evitando los momentos de ira de mi esposa.
Arami, nuestra amiga, cocinera, criada y ayudante en la casa, era un regalo del cielo. Había venido del Paraguay en dónde vivía de colectar yerba mate. Ahora, estaba en casa todos los días, en una habitación adosada al edificio principal. Hacía que la casa brillara por todos los rincones y preparaba unos guisos, chipá y locros que eran divinos, los chicos la adoraban y la abrazaban a la salida del cole como si fuera su abuela.
—Si tiene más fiebre lo llevaré por la clínica. ¿Podrás al menos llevar al cole a Pablo? —eso fue recitado en tono de coronel.
No estábamos en una crisis de los cuarentas o cincuentas… creo. O quizás la historia se aceleraba también en nosotros… a nuestros treinta y pocos.
—Y vos —yo, otra vez señalaba con el índice a mi hijo mayor— ya tendrías que entender… antes, vos también tenías fiebre y tus padres se preocupaban como ahora… por tu hermano.
—Eso no es mi hermano. Es un marciano que encontró mami en el contenedor de la esquina.
Daniel se quejó con berreos en los brazos de la madre donde disfrutaba dejándose llevar por toda la casa.
Claudia se acercó a Pablo y le dio un buen tirón de cabellos. Al volverse, el pequeño se asomó por el hombro de mi mujer a mirar a su hermano mayor con descaro y desparpajo. Le enseñó la lengua y el dedo mayor de su manita.
Ya llegaba tarde a la oficina. Al menos era miércoles, no era lunes, esos días de pesadillas. El día anterior fue un martes ¡y trece! Y por milagro o acierto de la naturaleza o benevolencia del creador no pasó nada reseñable… ni un plato roto, sólo una nube de acuses a última hora. Las parcas se estarían vengando en este miércoles de aquella bonanza.
Javier estaba todavía por Tandil y los de las oficinas estarían perdidos sin sus jefes (nosotros) o haciendo fiestas y tomando cervezas en el bar. Desde el día anterior no recibimos llamadas de mi socio, quizás ya estaría aquí dándoles nuevas órdenes y modificaciones de programas a su tropa.
Me acerqué a acariciar las espaldas de mi mujer. Yo la veía con el mismo gusto de cuando nos conocimos, era una mujer dulce y espectacular, otras… agria y de mucho cuidado.
—Te llamo en cuanto llegue a la oficina.
Le di un beso a Claudia en su sien y otro en la frente a Daniel. Tenía fiebre. Llevé al diablillo mayor de la mano a saludar a su madre. Ella se había sentado en una silla cargando al menor y estar a la altura para besar al mayor.
Conduje desde el ajetreo de mi casa al ajetreo de mi trabajo lo lento que se hace el tráfico conforme va avanzando la mañana. Javier no había llamado ni siquiera para decir si quería ir a hacer ejercicio por la tarde o si volvería algún día.
Dejé el coche en la cochera del edificio de mis oficinas. Al salir del ascensor el ambiente parecía extraño. La gente en la cafetera, al lado de las escaleras, no hablaban en el nivel sonoro habitual, todo el personal de la sala central estaba callado. Recordé escuchar el ruido de los ventiladores del aire acondicionado. Pasé por el lado del escritorio de Thelma, la secretaria de Javier que no levantó la vista cuando la saludé. Fui hasta la oficina de Javier con su puerta entreabierta, no estaba allí. Al volver sobre mis pasos vi a Thelma en su silla mirándome fijamente con enormes lágrimas en su pálido y nórdico rostro. Sentí un pequeño estremecimiento.
Llegó Sandra, mi secretaria, a pasos ligeros. Sus ojos estaban enrojecidos.
—¿Dónde tenés el celular? —preguntó.
Entre mi desconcierto de ver un paisaje desértico, lúgubre o tétrico en la oficina levanté mi portafolios y se lo alcancé a mi secretaria.
Abrió el bolsillo externo y extrajo el teléfono. Lo probó, lo miró y sentenció:
—Está sin batería. Te estuvimos llamando toda la mañana —dijo.
¿Batería?, ¿Móvil o celular? Hacía casi veinte horas que estaba en una pesadilla de reproches o llantos de mi mujer, donde hablamos del lado hogareño del universo, de los hijos y la familia, de los planes y el pasado, de la casa y del hogar. El teléfono se podría haber materializado de la nada en mi portafolios con la más normal naturalidad… con o sin batería.
La seguí hasta su escritorio, algo importante se estaba retrasando. Conectó el teléfono a un cargador y me miró sosteniéndose la cabeza con un brazo sobre el escritorio. Una lágrima cayó sobre su agenda abierta.
—Javier… —tragó saliva, se pasó la mano por el rostro y me miró tristemente — tuvo un accidente viniendo desde Tandil.
Esperó a que le contestara algo o esperó para rearmar su discurso.
—Bueno —dije.
—Javier… falleció —dijo.
Ciertas veces mi secretaria hablaba muy rápido, otras veces, muy lento y la mayor de las veces no entendía la jerigonza porteña de los jóvenes de esa “Generación Y”. A decir verdad, tampoco era fácil entender la X o la Z.
—¿Qué? —pregunté incrédulo.
Llegó Thelma y tomó mi mano al punto de estrujármela. Sentí el perfume a la colonia Atkinson que usaba. Una colonia de hombre que la distinguía, era indudablemente el recuerdo de algún romance. Quizás un hombre inculto y osco que vagaba entre Glasgow y Chicago. Nunca tuvimos esperanzas de saberlo.
—Fue ayer, en un cruce cerca de Rauch. Llamaron por la noche, hoy vimos los mensajes. Lo traerán mañana o el viernes. Pereira salió para allá a arreglar papeles y traslado —hizo una pausa abismal– parece que iba rápido… y que fue muy rápido. Falleció al momento.
La gente en la oficina seguía callada, los papeles callaban, los ordenadores y los teléfonos callaban… el aire acondicionado seguía suspirando.
—¿Qué? —repetí.
Thelma sonaba su nariz sin cuidado a su etiqueta y flema inglesas. Sandra buscaba mensajes y contestaba o enviaba alguna noticia a mis contactos. Usaba una mano para consultar o escribir con mi móvil y con la otra volaba sobre el teclado del ordenador.
—Carlos, ya está avisado. ¿Querés que le avise a Claudia? —Sandra hablaba con voz entrecortada, se estaba rearmando e intentaba investirse de su eficacia.
—¿Qué? —volví a repetir.
En algún momento aparecí sentado a mi escritorio. Algunos teléfonos sonaron en algún rincón de algún espacio. Habré mirado mensajes, contestado algunos, espero no haber hecho inversiones o compromisos con quién sabe qué criterios.
Sandra trajo un café, un sándwich, un agua… tendría la esperanza de que comiera algo.
—Dice Carlos que está muy ocupado con su madre. Luego vendrá para acá. Dice que si podés preparar unas palabras para el sepelio.
—¿Qué? —creo que me estaba repitiendo.
Carlos siempre decía que yo conocía a Javier mejor que él -su propio hermano- y que quizás mejor que su madre. Ella tampoco estaba pasando por una época muy lúcida. Dios era el único que podría saber cuáles eran los recuerdos y pensamientos que todavía conservaba. Su mente navegaba sin rumbo en un mar neblinoso mientras se desmenuzaba por una carcoma con nombre germánico.
¿Qué podría decir de Javier?
¿Que era un buen tipo?… que le gustaba la informática… que escribió la sintaxis de un lenguaje de programación… que escribía, o más bien discutía, de temas tan dispares como lingüística, física, astronomía y matemáticas. Le gustaban mucho: escribir y discutir sobre eso.
Que lo conocí desde que éramos pibes.
Navegamos algo, volamos a otros países… y caminamos mucho.
Que reía ruidosamente. Al hacernos bromas, al ganar o perder en tenis, al mofarse de los árbitros de fútbol, al gritarle a los conductores que osaran cruzarse por su camino y a los reporteros de televisión con ciertas tendencias políticas.
Que desentonaba cantando y tocando la guitarra. Especialmente con Falú y Frampton.
Que no sabía tomar más de dos copas de vino ni elegir novias.
Que me tenía una paciencia casi infinita.
Que los que le rodeábamos nos sentíamos bendecidos y agradecidos de estar con él. Hoy, donde sea que el Señor le diga dónde ir, habrá también gente agradecida de estar con él.
Él era informático y yo, un contable que quería acompañarle en sus proyectos, pensaba que cualquier idea, suya o mía, si la compartíamos, saldría bien.
Él era el típico amigo que siempre querrías tener y estarías gustoso de hacerle un favor.
¿Qué podría decir de Javier?
Que me llegó a conocer y que me hizo el favor de ser mi amigo. Desde el primer momento… desde que nos conocimos a las trompadas.
A las trompadas
El boxeo es el mejor deporte de mundo: empezás a las trompadas y terminás haciendo amigos. (Abel Laudonio. Entrenador de boxeo)
Su casa estaba cercada de un forjado en hierro verde. Lo habremos pintado de ese mismo color otras veces, aunque no era del mismo tono, diría mi madre. Todas esas veces me maravillaba de esas volutas y lanzas anudadas sobre mallas. Mucho de ese hierro fue soldado por su padre, Gabriel, en el taller de esa misma casa.
Además del gusto de ayudar a sus vecinos, tenía el gusto de hacer algo con sus manos y forjar sus herramientas. A veces soldaba sillas de hierro para el jardín o reparaba un portón de garaje.
Así, Javier heredó de su padre esa fruición por la mecánica y los mecanismos que yacen en la lógica de sus ingenios informáticos.
Gabriel se había casado muy joven con Emma y tuvieron dos hijos, Carlos y Javier. Ella era contable y lo ayudaba en el comercio de recambios y atendía otras empresas y pequeños comercios. Era muy guapa y preparaba los mejores bizcochos que conozca.
Sus ojos azules me parecía que alumbraban. Si Javier me veía mirándola, me daba una palmada en la nuca diciendo:
—¡Te estás babeando!
Mi familia se mudó a su barrio y a solo 300 metros de su casa, en ese vecindario Javier creció desde que nació.
Mi padre era cirujano y trabajaba muchísimo entre unas tres clínicas de la ciudad. Habíamos vivido en un piso muy céntrico y luego nos mudamos a ese barrio. Ellos tendrían sus razones, prefirieron quedarse en un piso de ese vecindario algo acomodado en lugar de irse al conurbano. Y seguir sintiéndose en esa ciudad, tan confusa como grande pero también cautivadora.
Yo, tengo un trato un poco distante. Las primeras impresiones que doy son de alguien muy serio.
El mismo día de mudarnos al barrio y como le ayudaba muy poco a mi madre o tras romper algún cenicero o cerámica, ella decidió que lo mejor que podría hacer era explorar el nuevo vecindario
—¡Solo una vuelta a la manzana!
Después de un par de calles encontré a Javier entre dos amiguitos de nuestra misma edad. Me acerqué a saludarles con mucha etiqueta y buenos modales. Me miraron burlonamente y siguieron su camino sin hablarme. Reconocí al instante que él era el cabecilla de esa “temible” banda.
Tres días más tarde por la mañana, sería quizás un domingo, los volví a ver. Llevaban casi las mismas ropas, caminaban del mismo modo y me miraron con esa misma desconfianza y altivez.
Se acercaron, preguntaron si tenía juguetes o canicas. No los tenía y quedé en la duda de si preguntaban para jugar conmigo o solo quitármelos. Javier y yo éramos más altos que los otros dos y nos miramos midiéndonos. Nos rechazamos con esa mirada de envalentonados, sin más.
Yo pretendí ser desenvuelto, creo que me erguí un poco para parecer de su misma altura y no retrocedí ante ellos. Él habrá pensado algo parecido y me observó casi amenazante.
A la semana de llegar nos volvimos a encontrar en la calle. Al poco de vernos nos empujamos solo por bravucones y al instante nos enredamos en una pelea de manotazos y puños ante nuestra sorpresa y la del par de amiguitos. Mi derecha le alcanzó en su ojo izquierdo y su derecha dio de pleno en mi nariz.
Yo, recién llegado, me mostraba como hombrecito duro y arrogante, creo que él quería hacerse valer como jefecillo de banda ante un invasor. Por las risas de sus amigos nos dimos cuenta de ese momento tan gracioso.
Nos sentamos en el zaguán de la puerta más próxima y comencé a comprimir mi nariz que echaba sangre a chorros.
Él sacó un pañuelo y me lo alcanzó. Me parecía un pañuelo impecable, creo que le vi unas iniciales bordadas. Sus amiguitos se reían a carcajadas tomándose en sus propias cinturas. Uno apoyándose contra la puerta de un coche y el otro, a su lado ya sentado en la vereda. Sus risas, inocentes y sonoras se nos contagiaron. Nos miramos de reojo y casi nos reíamos de nosotros mismos.
Tapé mi nariz con el pañuelo y al mirarle a la cara vi que su ojo estaba algo rojo.
—¿Vamos a mi casa? Mi mamá me espera a merendar —dije.
Javier sonrió, quizás por el tono gutural de mis palabras, pues hablaba con la nariz tapada o por mi soltura en salvar la situación (¿mi temple?) y puso su brazo sobre mi hombro. Habremos pensado igual, en cómo llegamos a ese momento, nuestras reacciones, lo infantil de todo lo que nos estaba pasando y lo rápido y fácil que podíamos reírnos de nosotros mismos.
Su mano en mi hombro me hizo pensar en que éramos niños, a esa edad el mundo es extraño y atractivo, nosotros mismos somos extraños en el mundo y debíamos aprender mucho de esas extrañezas. Te encuentras momentos que te hacen pensar en los errores, a veces, en buena compañía.
Algunas veces vemos el error en uno mismo o en otros y unas pocas veces podemos arreglar el daño, pero siempre podemos perdonar y perdonarnos. Si perdonamos miramos con fe al futuro… casi rezando.
Será una visión lejana, en el brillo y felicidad de la niñez, pero en esos momentos decidía que quería crecer, quería aprender en ese mundo extraño y atractivo… y quería ser feliz. Si un amigo me dijera que algo estaba mal, lo escucharía y haría lo mismo por él o más.
Era algo que no aprenderíamos en el colegio, en casa o en la parroquia, al menos de esa manera… era nuestra viril y quizás poco sutil forma de crecer.
Desde ese momento pensé que podríamos ayudarnos, nos daríamos en ser amigos y defendernos.
Nomás entrar con mis nuevos amiguitos a casa traspasamos al mundo real. Mi madre se enojó con todos nosotros al ver mi camisa manchada en sangre y al vecino de barrio con un ojo que casi no podía abrir.
Entre gritos de “Deu meu”, “no pot ser” y “¿qué van a pensar?” corría de una habitación a otra mezclando sus ruegos en catalán con otros rezos o insultos irreconocibles, abriendo cajas que todavía quedaban por abrir y buscando apósitos, agua, cremas, alcohol o más ruegos.
Al final le puso una bolsa de goma con hielo y me dejó tranquilamente a que me tomara mi nariz. Entre ruegos y demoras esperaba ver si ese ojo curaba o al menos no empeoraba.
Por fin acabaron sus carrerillas por la casa y pude atender a los otros nuevos vecinos que esperaban sentados y quietecitos a que mi madre dejara de gritar o maldecir.
Les llevé unos vasos de leche y comencé a descargar un recipiente de galletas en un plato. Aprovecharon la situación de ser invitados y que mi madre estaba ocupada en otras cosas.
Yo no probaría bocado, mi cara me dolía solo con hablar o moverme. Me miraban sonriendo, disfrutaban con la idea de que me esperaba un buen regaño en cuanto ellos se fueran a sus casas.
Escuchábamos esa lluvia de reproches que nos repartió mi madre mientras nos mirábamos con esa complicidad y perplejidad de niños por no saber qué era tan importante para poner a una madre de ese humor. Eran solo trompadas entre amigos.
Supe allí que nadie tocaría a ese, mi nuevo amigo, sin habérselas antes conmigo.
Algunos pactos tienen sus lagunas, ese pacto en que mis amigos sean “intocables” no cubría a las madres. Ellas debían de poner algo de orden para que pudiéramos crecer algo civilizadamente y si era posible sin trompadas. Las madres están en una categoría diferente donde no se pueden aplicar esos pactos de pequeños caballeros que crecen.
No había una mesa redonda para escuchar juramentos heroicos ni escudos, blasones con leyendas en latín o mallas de metales centelleantes. Lo único que brillaría sería la memoria de esos momentos desde una perspectiva adulta.
En la lejanía del recuerdo ya se verían los peligros que nos rodeaban. A veces se veían solamente cuando se llegara a la paternidad. Algunos peligros pasarían lejanos, otros, por una mano invisible se apartaban en ese mismo instante en que te hacen preguntar sobre ese ángel que caminó por un momento a tu lado.
Lo curó y mimó hasta que sentí un poco de celos. Lo sentía y celaba ya como a un hermano, con esa misma facilidad y rapidez que un niño acepta una norma o un regalo. Tras cambiar mi camisa me obligó a ir a casa de los padres de Javier a disculparme por ser tan incivilizado con su hijo.
El camino no se me hizo pesado pues él me acompañaba y tenía la sensación de que ese camino lo volveríamos a hacer varias veces más.
En cuanto pisamos calle los otros amiguitos salieron a la carrera, los esperarían en sus casas luego de ese largo paseo, con espectáculo pugilístico y visita a un nuevo vecino.
Cuando llegamos a su casa su padre abrió la puerta y en un instante supo darse cuenta de lo que podía haber ocurrido. Nos miró a la distancia, sonrió casi hasta las risas y sin decir más se fue al taller a sus fierros. Nosotros nos fuimos a sentar frente al televisor a ver los dibujos animados que daban en esa temporada.
Ese fue también el momento en que vi por primera vez a Emma y sus ojos casi celestiales. Me preguntó por mi nariz abultada y por los tapones de algodón. No preguntó por el ojo de Javier, supuse que después se darían tiempo para averiguarlo.
Llegó su hermano de la calle, saludó a su madre y se sentó con nosotros a ver los dibujitos. Al poco, pudo ver mi nariz y el ojo hinchado de Javier.
—¡Ja! ¿Y ese ojo? ¡Qué trompada!
Al instante apareció su padre:
—¿No tenías tareas del colegio? — y lo envió a sus labores.
Los niños no sabíamos de etiquetas o ser diáfanos en lo que decíamos o ser crueles o inocentes, cultos o civilizados, éramos niños.
Carlos era otra lumbrera como Javier, pero un poco altivo con su hermano menor.
Nos educamos en escuelas diferentes, ellos iban a un colegio privado y yo a uno público. Coincidimos en la escuela de estudios secundarios, aunque en diferentes aulas.
Nuestros padres también se hicieron amigos.
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